En los años 80, el politólogo italiano Leonardo Morlino sintetizó la naturaleza de la tercer oleada de democratización desde el título mismo de su artículo “De la crisis de la democracia a la crisis en democracia”: los problemas que antes significaban el colapso del régimen democrático y su reemplazo por una dictadura ahora eran procesados a través de los procedimientos institucionales normales.

La afirmación de Morlino probó, afortunadamente, tener validez a largo plazo ya que, incluso crisis profundas, como la que sufrimos los argentinos en el 2001, no pusieron nunca en duda la democracia y fueron resueltas en el interior de sus instituciones.

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Sin embargo, que las crisis ya no sean “de” la democracia y se den casi exclusivamente “en” democracia no disimula el hecho que nuestros gobiernos democráticos sumidos en su impotencia se encuentren cada vez más “al margen” de los problemas y las soluciones que demanda la ciudadanía, produciendo desafección y conflicto.

El gobierno de Justin Trudeau, primer ministro de Canadá, se enmarca en aquellos tecnocráticos, formales y corteses. (Ryan Remiorz/The Canadian Press via AP)

El gobierno de Justin Trudeau, primer ministro de Canadá, se enmarca en aquellos tecnocráticos, formales y corteses. (Ryan Remiorz/The Canadian Press via AP)

Una manifestación evidente de este descontento es la intensa polarización que afecta a la mayoría de los sistemas políticos de las sociedades occidentales. La grieta no es solo argentina, ya que casi todas las democracias están “agrietadas”. La política parece debatirse así entre aquellos que confían en la presentabilidad de gobiernos tecnocráticos, formales y corteses, como el Justin Trudeau y Emanuelle Macron, y los que se sienten subyugados por los mesianismos de caricatura, a la Trump o a la Bolsonaro. Disyunción, sin embargo, no menor. Cuando los doctores no funcionan, siempre se acude a los curanderos.

Jair Bolsonaro, presidente de Brasil, un ejemplo de mesianismo de caricatura. (AFP)

Jair Bolsonaro, presidente de Brasil, un ejemplo de mesianismo de caricatura. (AFP)

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En la Argentina, dos ilusiones fallidas parecen reforzarse mutuamente en un círculo vicioso cada vez más profundo: por un lado, las nuevas tecnologías de la información generan la expectativa de una relación sin mediaciones políticas entre gobernantes y gobernados. Se postula así una democracia sin “politiquería”, sin el lastre de los “partidos políticos” que solo quieren cargos, y de los “sindicatos” que solo sirven para que los sindicalistas engorden. Perspectiva que funciona cuando las cosas van bien, pero que no sirve demasiado cuando las papas queman y se necesita muñeca política para gobernar sin demasiados recursos.

Por el otro lado, luego de la crisis, nos ilusionamos con un crecimiento que se convierta en desarrollo, pero de pronto todo se derrumba nuevamente ante la recurrencia de problemas que exhiben un carácter crónico, mostrándose las capacidades productivas de la sociedad muy a la saga de sus demandas.

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Este cocktail de ciclos de fiesta y platos rotos y de consecuentes tendencias anti políticas constituye el incesante baño ácido que sufre la democracia argentina, quedando huérfana de actores responsables con los cuales contar para encarar las reformas estructurales necesarias (que no pueden obviamente ser reemplazados por las redes sociales, el big data y el marketing político pero tampoco por los Iluminados de siempre).

El resultado es la “muerta lenta” de una democracia que cada vez más se reduce al acto electoral, con amplias zonas fuera de su control -cuestión de la que nos alertó tempranamente Guillermo O´Donnell, con la expansión de lo que llamó “zonas marrones”-.

El teórico Guillermo O'Donnell alertó de forma temprana sobre las "zonas marrones", aquellos sectores fuera del control de la democracia.

El teórico Guillermo O’Donnell alertó de forma temprana sobre las “zonas marrones”, aquellos sectores fuera del control de la democracia.

Enclaves que configuran un verdadero Estado Inverso que no brinda bienes públicos sino males públicos, y que es la contracara necesaria de una sociedad black market, siendo la parte que se ajusta a derecho, solo la punta de un inmenso iceberg sumergido al margen de la ley.

Sin la transformación de las estructuras anacrónicas económicas, políticas y sociales que nos permita estar a la altura de los desafíos de un mundo turbulentamente globalizado, seguiremos quedando asfixiados en los cuellos de botella de siempre.

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Así, en medio de la crisis económica, llegamos al colmo de una elección clave para elegir dos modos diferentes de procesar los problemas argentinos y que se nos presenta como una des-elección de aquellas personalidades que no queremos para nada como presidentes. Como si de la multiplicación algebraica de todas nuestras impotencias pudiera salir milagrosamente un gobierno que, ni más ni menos, pueda gobernar democráticamente nuestra sociedad.

El primer gobierno de Cambiemos se caracterizó por entender que su misma llegada al poder anunciaba un cambio en la cultura política, que por estilo encarnaban un puñado de personas que tenían el mandato de gobernar para la gente. La realidad pronto se encaró de desmentir semejante ingenuidad. A la luz de los magros resultados obtenidos, el oficialismo tiene en su mano proponer para las nuevas elecciones ya no un gobierno solo del presidente Macri sino un gobierno de Cambiemos, cuya densidad institucional le permita acordar con las fuerzas de la oposición constructiva las reformas necesarias. Un gobierno de coalición, para lograr luego la coalición reformista que necesita imperiosamente el país. Por qué no hay nueva y vieja política sino buena y mala política. Y buena política es la que permite encarar los cambios necesarios.

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