"El Eternauta" en una sala de control de televisión
“El Eternauta” en una sala de control de televisión

La lectura es una forma de ampliar nuestra experiencia, un pasaje a un sin fin de vidas más allá de ésta que llamamos real. La literatura nos permite reinventar el espesor de lo cotidiano. En Los libros y la calle, Edgardo Cozarinsky cita a Susan Sontag. “Lo que me había salvado en mi infancia de escolar en Arizona (…) fue leer libros. El acceso a la literatura, a la literatura del mundo, era huir de la prisión de la vanidad nacional (…). La literatura fue el pasaporte hacia una vida más amplia…”.

La idea de los libros como pasaje hacia la libertad y la experiencia recorre la colección Lectores de Editorial Ampersand. Las biografías no se construyen a fuerza de fechas ni acontecimientos, las biografías son más bien una hoja de calcar sobre la que se va dibujando el mapa de lecturas a lo largo de una vida. Cozarinsky señala además algo que discute con la idea de lectura como entretenimiento o mera evasión: los libros nos dan un conocimiento específico del mundo, un saber que no es subsidiario de la sociología, de la psicología ni de nada. Un saber autónomo: hacemos tal o cual cosa como hizo tal personaje en tal libro. “A menudo me ha ocurrido leer circunstancias y conductas de la vida no impresa a la luz de mis lecturas. En un percance sentimental he reconocido la sombra del Flaubert, interpreté una conducta inexplicable según un relato de James, algún episodio de mis errancias reflejó, fraternal, a Joseph Roth. Y una letra de tango, inesperadamente, evocó a Proust”. Si hay algo que me perturba de esta pandemia es que no puedo leer. Trabajo por estos días más de la habitual, mi mujer también está ante un pico de trabajo; al regresar a casa todo el tiempo es para nuestros hijos. Tampoco puedo cumplir con otro de mis hábitos: sacar libros a pasear, porque muchas veces, más que leer libros, los llevo de paseo para apenas hojearlos durante las guardias y coberturas. En muchos casos el cruce entre libros y coyuntura periodística es desopilante. Pero como es sabido, la calle es un lugar vedado en estos días. Los bares están cerrados y uno no puede pararse a leer en una esquina. Del trabajo a casa y de casa al trabajo. Estas líneas están escritas en mi celular y a base de recuerdos de lecturas más o menos recientes. En vez de leer, repaso mentalmente libros que me ayudan a transitar la pandemia. Y si los libros contienen un conocimiento específico, el eje literatura/pandemia no sería una mera tendencia de twitter, moda o tópico del momento sino más bien una forma de pensar este tiempo extraordinario a partir de libros que dejaron alguna marca en nuestro disco rígido.

LUNES 30. Un hotel, de la exclusiva zona de Esmeralda y Arroyo, tiene varios pisos. Los balcones son ascéticos, de vidrio y metal. En cada uno de los balcones nos mira un médico que hace cuarentena antes de volver a su hospital. Son parte de los 140 profesionales de la salud que decidieron regresar al país para colaborar en la lucha contra la pandemia. En su mayoría son jóvenes que realizaban convenios de residencia en el exterior. Sólo entrevistamos a Agustina porque está en el primer piso. El resto son inalcanzables para nuestro micrófono, aún con la extensión de una caña. Leí El Eternauta hace apenas semanas, justo antes de que el coronavirus comenzara a ser noticia en nuestro país. La foto es de un móvil por el regreso turístico del fin de semana largo de carnaval. La historieta de ciencia ficción comienza con una nevada mortal sobre Buenos Aires. Se trata de una de las armas de una invasión extraterrestre. Sólo se salvan los que están en sus casas con las ventanas bien cerradas. A partir de entonces sólo es posible salir con máscaras, similares a las que vemos en las calles. Favalli, el científico del grupo de la resistencia, pronto advierte algo: la catástrofe divide de inmediato a los que lograron sobrevivir: los que son capaces de matar con tal de apropiarse de una máscara o comida y, como los médicos repatriados, los que se unen para enfrentar al invasor.

MARTES 31. Jorge se fue en un crucero a Punta Cana con su mujer. Los pasajeros disfrutaban despreocupados. Para los italianos, mayoría en el buque, el coronavirus era un problema lejano, de esos lugares remotos en los que toman sopa de murciélago. Apenas aterrizan en Ezeiza, quedaron internados en el Hospital de su ciudad, San Andrés de Giles. Ella murió, Jorge fue dado de alta unos diez días más tarde. Para respetar la distancia, lo entrevistamos desde la vereda donde quedó el banco en el que se sentaba todas las tardes a tomar mate con su mujer. Pienso en los cuentos de Dick, en Podemos recordarlo por usted al por mayor, en el que se basó la película Total Recall. Este hombre de anteojos gruesos como quien compró su paquete a una empresa de entretenimientos que implanta recuerdos artificiales. De repente sobrevino la falla, el cliente advierte que todo era un sueño implantado y despierta ante un distópico mundo real; el cliente no estaba en Punta Cana sino en San Andrés de Giles. Todo en estos días me recuerda a Philiph K. Dick, a la reciente lectura de su biografía Yo estoy vivo y vosotros estáis muertos. La biografía de Carrere es hipnótica: entra en la cabeza del escritor norteamericano, describe el momento de inspiración y escritura de cada uno de sus libros, una forma de leer las obras completas de Dick en poco más de trescientas páginas.

Los gruesos anteojos de Jorge aumentan la perplejidad, el duelo, el largo jet lag que aún agobia a su cuerpo y sus palabras ¿Cómo sería la relación con su mujer? ¿Cuánto la extrañará? ¿Comenzará una nueva vida? El amor es una sustancia a base de deslumbramiento intelectual y deseo. Ninguna relación sobrevive sin esta mezcla de apetito sexual y admiración mutua. “Diefenbach quedó prendado de ella luego de oírla recitar de memoria poemas de Goethe y de Morike”, dice Maximiliano Crespi en el capítulo sobre Rosa Luxemburgo de Pasiones Terrenas, libro que reconstruye la vida sentimental de intelectuales en tiempos de lucha revolucionaria. Los ensayos de Crespi no sólo acceden a cartas y documentos: por medio de los recursos de la ficción ingresamos a los devaneos sentimentales de personajes centrales de la historia como si fueran Madame Bovary. Luxemburgo tiene “refrescantes aventuras” con jóvenes que admiraban su lucidez. Esto daba celos a su pareja más estable, Leo Logiches. La relación siguió durante años hasta que Rosa sintió ese rayo mortífero que implica la falta de admiración: “Leo es incapaz de escribir, cuando tiene que llevar sus pensamientos al papel, lo invade una especie de parálisis”. No va más. Son casi las nueve de la noche. La cuarentena le devuelve un silencio de ucronía a este pueblo.

En La felicidad es un lugar común, de Mariana Skiadaressis, la relación entre una joven estudiante de literatura y un veterano escritor también comienza a partir de la fascinación. La protagonista se convierte en amante del escritor y, en medio de la obsesión, termina por huir con uno de los clones que el autor esconde en su casa. “Me pregunto por qué me enamoré de mi ex marido, no lo sé; porqué luego me enganché con Kaminsky como si fuera lo último que haría en mi vida, ni idea; qué me llevó a querer armar una familia con un clon al que ya no quiero cuidar, menos idea aún. Lo amoroso es una proyección fantasiosa sobre un otro desconocido, más o menos lo que decía Lacan”. Si bien es una máquina sexual, el clon nunca llega a despertar admiración de la narradora. La protagonista pronto siente el desengaño de convivir con un autómata, con el duplicado de un enamoramiento anterior. Sólo se escuchan grillos en San Andrés de Giles frente a la puerta del hombre que perdió a su mujer por coronavirus. Hacemos unas cuadras en auto hacia el hospital para registrar el aplauso de las 21. Me siento en el libro de Skiadaressis que hace una poética descripción de una madrugada en Coronel Pringles, porque, si bien estoy en otra ciudad, quién pudiera rebatirme que todos los pueblos de la provincia de Buenos Aires son en verdad uno solo.

MIERCOLES 1. Unas quinientas personas hacen fila ante la parroquia San José en el barrio 17 de marzo junto al asentamiento de emergencia Puerta de Hierro. La parroquia tiene apenas cuatro años, la fundó un cura villero a los 33 años, al que todos conocen como “el Tano” ¿Por qué 17 de marzo? pregunto. Por el día de la toma, me dice el Tano, quien llegó al barrio con una imagen de San José en el techo de un auto que le había enviado Francisco. En el lugar se respira solidaridad; hay más de cincuenta voluntarios. Es el mismo día en que la empresa más grande del país anuncia el despido de 1500 empleados. El ejército sale a repartir comida, la calle está llena de retenes. Es cierto que en muchos controles colaboran las fuerzas armadas y esto, claro está, no nos trae buenos recuerdos. Pero me resultan inadmisibles las comparaciones con la Dictadura, una falta de respeto a los desaparecidos y sus familias. Sólo para empezar cada intervención es por orden y bajo la supervisión de un Juzgado Federal. Llegamos con un camión-cocina a la Parroquia y en seguida se forma una fila de más de doscientos metros. Hace unos días, cuando empezó todo esto, cubrí varios controles en Avenida Libertador y General Paz, frente a la Ex ESMA. Andaba con Campo de Mayo, de Felix Bruzzone. Desde la perspectiva de hijo, Bruzzone cambió las narrativas en torno a la Dictadura. Imposible no recordar a Villa, la novela de Luis Gusmán sobre un médico que ve de primera mano el terrorismo de estado de la Triple A en el Ministerio de Desarrollo Social. Su única intervención es la de la banalidad del mal.

JUEVES 2. Un edificio de Belgrano. Una médica recibe por debajo de la puerta una carta en la que la intiman a no usar los pasillos, los pasamanos de las escaleras, ni tocar picaportes, ni subir a la terraza bajo amenaza de artículos concordantes del código penal. El delirante texto del consorcio tiene todos los incisos del infierno kafkiano. En unas horas la carta se viraliza y el abogado de los médicos municipales actúa de oficio. La historia, finalmente, cierra con algo de paradoja borgeana: los denunciantes terminan denunciados por discriminación.

VIERNES 3. Lejos el peor día hasta ahora de la pandemia. Cientos de miles de jubilados haciendo filas en los bancos. Mentes brillantes decidieron abrir de golpe sucursales que llevaban más de diez días cerradas. Todo se solucionó con un cronograma que entra en la hoja de una libretita: se comenzó a pagar de forma escalonada según el último número del DNI. En Merlo son las siete de la tarde y más de un centenar de viejos (o nietos que hacen de “coleros”) ya se predisponen a pasar la noche frente al banco. Me llega por WhatsApp el nuevo cronograma. Intento explicarle a varios jubilados que no hagan la fila porque al día siguiente, si su DNI no termina en 0 ó 1, no podrán cobrar. Más bien se enojan. Un funcionario de Defensa Civil pega un cartel que dice: mañana sólo 0 y 1. Es hora de un salto tecnológico. Los funcionarios del estado parecen del siglo XIX. Orwell anticipó para 1984 un mundo distópico en el que las cámaras nos vigilan hasta en el botiquín del baño. Se quedó corto. Como es sabido, nosotros mismos le entregamos gratis todos los detalles de nuestra vida a Google, Instagram y a otros gigantes de la extracción de datos. Julian Urman, hace ya más de una década me insistía con la idea de que Facebook y demás deberían pagarnos a nosotros. La narrativa de Urman, la mirada más lúcida de nuestra generación, es una de las víctimas de la pandemia. En tiempos de ecosistema digital hace Riñón Pélvico una novela oral; es decir una novela sólo para ser leída en público. Me encantaría citar algún fragmento, ir directo a algún subrayado. Pero he dicho: la gracia de la novela de Urman es que no viene en papel sino con la ceremonia del aquí y ahora que implica la lectura en vivo. Cuando todo esto comenzó, hace ya más de un mes, le comenté a Urman sobre una plataforma para shows en vivo por internet. Antes de terminar la oración ya sentía el peso de la pavada que estaba diciendo. La gracia del formato de una novela oral como Riñón Pélvico es sentir, si estás en primera fila, el riesgo de que te alcance una gotita de saliva por la apasionada lectura del autor en cuerpo presente. Desde que comenzó la pandemia hemos visto como un surfer deja en ridículo a millones que cumplen obedientes con la cuarentena. Pienso que es la hora de usar -como en Corea del Sur y otros países- a la tecnología como aliada. En fin, hoy mismo, cuando intento terminar de escribir estas líneas, denunciaron a una chica que para eludir los controles y poder visitar a su novio se escondió en el baúl de un taxi. La atracción del deseo fue tan fuerte como el impulso de subir una story a Instagram. La chica dejó un sinfín de huellas en las redes y se auto incriminó. El área de ciberseguridad de los Fiscales de la Ciudad no tuvo más que cazar en la jaulita del perfil de una red social.

LUNES 6. Zárate es la primera ciudad bonaerense en disponer por decreto el uso obligatorio de barbijos. Entrevistamos al intendente de esta ciudad portuaria y tanguera, donde vivieron y compusieron sus canciones más famosas los hermanos Expósito. Los empleados municipales reparten barbijos ante nuestras cámaras en la plaza que está frente al edificio de la intendencia. A cada hora, del reloj cucú del palacio municipal no sale un pájaro cantor sino una pareja de tango que baila. Es algo bastante bizarro. En versión campanadas me cuesta reconocer la melodía: es Naranjo en Flor. El decreto entra en vigencia y no me queda otra que salir al aire con barbijo. Usar un tapaboca y hacer un relato es una pesadilla. Los anteojos se me empañan, me falta el aire. Pienso en todas las bacterias que voy juntando en mi boca. Tal vez nunca pueda sacarme el barbijo porque como en El almohadón de plumas de Horacio Quiroga, ya hay virus que clavaron sus aguijones para hacer de este pedazo de tela una extensión indivisible de mi piel. Recordemos que la pandemia toma el nombre de la suerte de pinches o extensiones que rodean al virus y que, microscopio mediante, dan la impresión de formar una corona. Dentro de mi tapaboca se libra una batalla como la de Mi cuarta Septicemia, relato narrado desde la perspectiva de bacterias que luchan por apropiarse un cuerpo. Todos cuentos y artículos breves que analizó como nunca antes Soledad Quereilhac, que advirtió que en la literatura argentina finisecular hubo una armoniosa convivencia de opuestos: empirismo científico y espiritualismo sobrenatural.

MARTES 7. Científicos del Malbrán descifran el genoma de las tres cepas de coronavirus que circulan en nuestro país. Este adelanto abre el camino a la vacuna y a la fabricación de test en el país. Cada uno de estos test importados sale al menos tres mil pesos. Pocas horas antes, el periodista Javier Calvo publica que a su papá le salvaron la vida en el Hospital de Clínicas. Para la misma operación, le habían exigido 750 mil pesos por adelantado en una clínica privada. En esta zona de la Ciudad, Barracas al fondo, muy cerca de la 21-24, no se escuchan los cacerolazos de la 21.30 que denuncian que “la política es cara”. A los pregoneros antipolítica, les sugiero que prueben sin política. Cada milímetro que deja libre el Estado y la política lo ocupa el mercado y ese milímetro se vuelve caro y exclusivo. La industria cultural libera un sinfín de contenidos en estas épocas. Desde editoriales independientes como Nudista (con muy buenos títulos de Lamberti y Bitar entre otros) hasta gigantes como Planeta o Anagrama ponen a disposición gratuita la bajada de libros ¿Será el momento del libro electrónico? Una buena: la Conabip lanzo la convocatoria del Programa Libro a distancia. En su Instagram, Interzona sube una foto de la antología Historias del fin del mundo, con cuentos de Martín Kohan, Luis Chitarroni y Claudia Piñeiro, entre otros. La foto del libro tiene un cartel atravesado que dice en rojo: liberado. Recuerdo otra antología, Ante el fin del mundo compilada por Guillermo Tangelson en 2012, año en el que los mayas habrían pronosticado que se acababa todo. El libro editado por la Universidad de Lanús, tiene cuentos de Florencia Abbate, Samanta Scheweblin y Gabriel Vommaro entre otros. La literatura y todos los consumos culturales parecieran teñirse en un tono apocalíptico, distópico, de ciencia ficción. Tiene lógica. Como señala Cozarinsky, ante los desafíos de la vida no escrita, buscamos el conocimiento que nos brinda la literatura. Y la ciencia ficción es el género que resuelve de manera literaria aquello que la ciencia aún no ha podido decodificar. La vida en cuarentena, lo sabemos todos, se desplaza hacia lo digital. Ya no me acuerdo en qué perfil de twitter leí hace unas semanas una cruzada decimonónica. Un colega periodista, justo antes de la cuarentena más estricta, se lanzó a reconstruir a caballo el itinerario de Excursión a los Indios Ranqueles ¿Cómo le estará yendo? ¿Abandonó su misión? ¿Lo habrá detenido la policía sin papeleta? ¿Se perdió en las praderas analógicas? Me encantaría saberlo. Se agradece alguna información.

MIERCOLES 8. La mencionada historieta de ciencia ficción El Eternauta es de 1957. Una de las armas de los extraterrestres son unas mamparas que alteran la percepción y la psiquis del pequeño grupo de humanos de la resistencia. Para la misma época, Philip Dick describe el próspero mercado de la protección psíquica. En Ubic, se desata una guerra de mercado entre telépatas, antitelépatas, precognitores y antiprecognitores que se disputan el dominio de las mentes. Cada tanto un hacker es noticia porque logra hacer un descalabro interpretativo o altera los parámetros de alguna gran institución del planeta. Hace unos años entrevisté a Julio Ardita que allá por 1995, con una internet de 0800 y su ruidito de dial up, logró inmiscuirse en los secretos del Pentágono y la NASA. Ardita vio hace 25 años algo que hoy asimilamos como natural: un google map de uso militar con el que la US Army ya podía mirar hasta cómo colgamos la ropa en la terraza. Otra arma le llamó aún más la atención: los campos de invisibilidad ¡¿Cómo?!, le pregunté. Me contesto algo así: vos ves una montaña o ese edificio de enfrente, pero en verdad eso es una proyección, una realidad virtual, detrás del edificio hay otra cosa. Qué armas escondidas atrás del árbol digital no estaremos viendo hoy en día. Por ahora todas las versiones de guerra viral/comercial las atribuyo a fake news. Llegó Semana Santa y se refuerzan los controles para evitar el efecto vacaciones. En el retén en el que trabajo, los policías usan espadas lumínicas y pistolas que miden la temperatura. Con sus dispositivos los efectivos se dan la parte al estilo Blade Runner, aquellos cazadores de robots díscolos de ¿Sueñan los robots con ovejas eléctricas? El mayor temor de un blade runner es matar a un humano al confundirlo con un robot. Las pruebas son aún más sofisticadas que aquellas de Turing para distinguir máquinas de mentes humanas. La empatía es lo que distingue. Ante los test súper evolucionados de los blade runners, el robot simula la empatía y termina por cerrarse sobre sí mismo. En el kilómetro 31,5 de la Panamericana, justo antes de la bifurcación entre las Rutas 8 y 9, sopla un vientito ya más bien de invierno. El retén policial genera un embudo de autos de varios kilómetros. Mucha más gente de lo pensado salió a la ruta. Sobre la derecha, los camiones de carga de alimentos tienen un carril liberado. Hacen ruido y, al acelerar, dan un bocinazo corto y alegre. Los humanos esperan su turno. Es obligatorio mostrar el código QR del permiso de tránsito para poder seguir camino. Ya secuestraron más de veinte autos.

*El autor es escritor y periodista; su última novela es Euforia de videotape y trabaja como cronista en televisión.

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Fuente: Infobae

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