La casualidad quiso que los consensos de “los diez puntos” que tomaron forma en los despachos del Ministerio del Interior coincidiera con la visita a la Argentina de Felipe González, que el jueves se reunió con Mauricio Macri y el viernes desayunó con un grupo de dirigentes de distintas tendencias políticas en las oficinas de RAP, la organización que actualmente preside Alan Clutterbuck.
Desde Rogelio Frigerio hasta Miguel Lifschitz, pasando por Federico Pinedo, Margarita Stolbizer, el senador peronista por Chaco Eduardo Aguilar y Osvaldo Giordano, ministro de Finanzas del gobernador cordobés Juan Schiaretti, entre otros, se sentaron a una misma mesa para hablar del proyecto Acuerdos Básicos que RAP impulsa desde el 2012 entre distintos partidos, ideologías, regiones geográficas y niveles de responsabilidad.
Allí, González arrancó diciendo que él iba a hablar de España para no meterse en problemas con los argentinos, pero todo lo que que fue diciendo encajaba perfectamente con el presente de la Argentina. Por cierto, recordó la importancia liminar del Pacto de La Moncloa, un acuerdo transversal en el que incluso participó el Partido Comunista y que -en definitiva- fue realizado para terminar con la inflación y generar un piso de certidumbre para la inversión nacional e internacional.
Es que el Pacto firmado en La Moncloa en octubre de 1977 fue un programa de estabilización económica entre partidos, empresarios y trabajadores cuando la inflación superaba el 40%, el desempleo iba en aumento y la recesión tomaba las distintas ramas de la economía, mientras la balanza comercial era altamente deficitaria por la crisis en las exportaciones, que apenas cubrían el 45% de lo que el país compraba en el exterior.
De hecho, se llamó Acuerdo sobre el Programa de Saneamiento y Reforma de la Economía, al que luego se le adosó otro, el Acuerdo sobre el Programa de Actuación Jurídica y Política, que fue el que le dio marco institucional a la España que afrontó las fenomenales tensiones que vinieron con el planteo realizado en el 2017 por Carles Puigdemont cuando declaró la independencia unilateral de Cataluña, hoy prófugo de la Justicia.
“Todavía es un ancla que evita que se hagan disparates extremos”, dijo. Y cuando Lifschitz le planteó algo más que razonable, que las campañas electorales no son el mejor momento para expresar esos acuerdos, Felipe le contestó: “Todo lo contrario, es el mejor momento, porque deja a las claras por dónde va a ir un país más allá de las ofertas electorales”.
Con Macri fue todavía más preciso. Le dijo que no importaba tanto el contenido como el acuerdo en sí mismo, “después puedes integrar cuál es tu mirada, cuál es la mía, escribir nuevos diez puntos, poner algo antes y otra después”. Y que cuando era chico, su padre les decía que “con la comida de los españoles no se jode”. O sea, hay que ponerse de acuerdo qué es lo básico, “con qué no hay que joder”, y dejar que la discusión discurra por lo demás.
Felipe fue tan enfático, dejó tan convencido al Presidente de que ese era el camino, que hay quienes piensan que el acuerdo trascendió por una filtración realizada desde la Jefatura de Gabinete, como una forma de recuperar la iniciativa en la agenda durante unos días complejos en materia de capacidad para domar los ánimos argentinos, caldeados por la inflación y la mala praxis, las altas tasas y la durísima recesión.
Claro que en el Gobierno lo niegan, le echan la culpa a Sergio Massa, por su vocación mediática, y hasta a Nicolás Dujovne, por la necesidad de dar una señal positiva a los mercados externos. Como sea, está muy claro que el mundo empresario avaló explícitamente la concreción de acuerdos básicos que generen certidumbre, que corran en paralelo a la agenda electoral, y logren aislar a los sectores populistas de la política argentina, que serían los que están provocando la crisis de confianza ante la posibilidad de que accedan al poder, según se coincide en el llamado “círculo rojo”.
Lo concreto es que el Gobierno está lanzado a los diez puntos como a una tabla en medio del maremoto de la desconfianza, apelando a lo que desde el comienzo se negó a encarar, argumentando que una foto de tono “acuerdista” solo exhibiría más debilidad y menos capacidad operativa para llevar adelante el gradualismo, que tenía que implementarse con otros actores, pero en asuntos puntuales.
En este asunto, Macri actuó siguiendo la tradición presidencialista argentina, reacia a los pactos transversales de mediano y largo plazo, temerosa de las trampas opositoras que buscan debilitar al gobierno de turno, encerrándolo en una jaula de palabras comprometidas y con poca capacidad de movimiento. Por alguna extraña razón, no es cuando los gobiernos llegan que se lanzan los acuerdos, sino cuando se van. Pero Macri quiere reelegir, por lo que es cuanto menos destacable el riesgo que está tomando.
Asombra el involucramiento personal que el Presidente tomó en la realización de este acuerdo, tomando él mismo el teléfono para hablar con los menos quisquillosos Juan Manuel Urtubey y Miguel Angel Pichetto, y los más díscolos Sergio Massa y Roberto Lavagna, aún bajo la posibilidad cierta de que su propuesta sea desestimada.
El vicepresidente 1º del Senado, Federico Pinedo, que impulsó incluso varias reuniones de tono académico-político con Pichetto en el Congreso para darle sustento a la necesidad de un acuerdo similar al Pacto de la Moncloa, le dijo a Infobae que “estamos tratando de que no se corte una buena conversación”.
Consciente del peligro al que el Presidente se está exponiendo, Pinedo destacó que “Lavagna no se negó a un consenso, sino que dio sus puntos de vista en cada uno de los puntos, lo que me parece muy valioso, marcando los puntos en los que está en desacuerdo, básicamente en su visión de que primero viene el crecimiento y después el ajuste, y no al revés”.
Resaltó también que cuando fue invitado a inaugurar una jornada organizada en New York con fondos de inversión interesados en América Latina fue acompañado por los diputados Luciano Laspina y Marco Lavagna y que cuando le tocó responder preguntas, pidió que ambos se sumaran al escenario, para que entre los tres pudieran hablar con libertad de lo que le interesaba a la audiencia.
Allí fue donde el hijo del precandidato a presidente criticó la política de parches que está realizando el Gobierno, no negó que la corrida cambiaria todavía es un riesgo, pero también dejó claro que coincide en los objetivos de largo plazo con Cambiemos y, sobre todo, que “el default de ninguna manera es una alternativa”.
¿Se podrá pasar de la conversación sobre un acuerdo básico a la firma? ¿Primará la responsabilidad de largo plazo por la necesidad de posicionamiento en el corto? ¿Podrá el Gobierno ponerse por encima del interés electoralista para favorecer a los que vengan, sin importar quiénes? ¿La oposición podrá comprender que llevar la crisis más allá del límite no la beneficiará tampoco? ¿Hay tiempo todavía para alejar el fantasma del populismo en la Argentina que viene?
Felipe González, firmante en octubre de 1977 del Pacto de La Moncloa en representación del PSOE, el que llevó al partido de sus posiciones marxistas hacia otras socialdemócratas, supo aprovechar ese momento de la transición democrática española para colocarse como líder de la oposición y ganar la presidencia del gobierno poco tiempo después, en 1979, aunque el PSOE había salido segundo en las elecciones con 30% de los votos, contra casi 35% que había sacado el partido de Adolfo Suárez.
En octubre de 1982, reeligió con el 48.11% de los sufragios y 202 diputados, alcanzó la mayoría absoluta y llevó a su país a una de sus las etapas de mayor prosperidad. No estaba apurado, sino que quería lo mejor para España. Si en Argentina, en el Gobierno o en la oposición hay un estadista con esa visión, lo sabremos en poco tiempo.