Carlota del Campo
“Tierra ardiente”, una novela histórica-romántica ambientada en uno de los momentos fundacionales de nuestra patria

Revolución de Chuquisaca, 25 de mayo de 1809. El “Primer Grito Libertario de América” .

Amanecía en Chuquisaca. Era la mañana del 25 de mayo. Wenceslao dormía casi en las afueras de la ciudad. Pocos habían descansado esa noche ante los hechos graves. A primera hora entregaron a García de León y Pizarro la nota en la que pedían su renuncia a la presidencia de la Audiencia y donde exigían la formación de una “Junta”.

El clima se enrarecía, y la vigilia en espera de una respuesta empezó a pesar en los ánimos de los manifestantes. Una corriente parecida a un rayo corrió por el cuerpo de Rafael. Sus padres le habían advertido, y Wenceslao, la noche anterior. Él había desoído la invitación de ir por un tiempo al campo para alejarlo de la universidad. Actuaría aunque fuese imprudente, sus convicciones republicanas le indicaban que se acercaba la posibilidad de soñar con una separación de España, que poco daba a los súbditos americanos. Otros preferían la monarquía, pero con participación de los americanos en las decisiones. Luego de cultivar el espíritu con los escritos académicos, de conocer a los iluministas franceses y el legado de su revolución, no era el mismo que había dejado Tarija años atrás.

Hacia las siete de la mañana del 25 de mayo de 1809, la movilización frente al Cabildo era multitudinaria. Exigían al presidente de la Audiencia la inmediata liberación de De Zudáñez. Se sumaba más gente y las voces tomaban mayor vigor.

—¡Muera el mal gobierno, viva el rey Fernando VII! —era el grito unánime que crecía en el epicentro de la plaza.

Las campanas de la iglesia de San Francisco comenzaron a sonar desenfrenadamente con un sonido ensordecedor. A ellas les siguieron con su eco las demás iglesias chuquisaqueñas. Wenceslao despertó ante semejante alboroto. Se vistió apresuradamente con sus ropas de gaucho tarijeño: sus pantalones anchos, botas de cuero y un poncho de fina lana de vicuña. Hacía frío en ese amanecer. Bajó las escaleras para reunirse con Asencio, que dormía cerca del establo, y encontró a seis personas que escuchaban a un paisano. Se hacía difícil entender el aymará cerrado que hablaba. Sin embargo, el posadero iba haciendo de traductor.

—Pues está bien brava la cosa en la Plaza Mayor. Dicen que hay presos. ¡Y que viva el rey!

No fue necesario quedarse para saber que Rafael estaría en problemas. Incapaz de recordar buenos modales, increpó al posadero:

—Necesito un baqueano que me guíe. ¡Ahora mismo! Le pagaré bien.

Dio la vuelta al escuchar pasos y vio que Asencio pasaba el umbral de entrada de la recepción. Estaba listo para partir.

—Patrón, los caballos están ensillados. Usté manda.

Carlota del Campo
Carlota del Campo

Jamás le había confesado sus charlas con Rafael y siempre se mantenía a la distancia, pero el chúcaro lo conocía bien. Un jovencito de unos once años se acercaba. Había intercambiado algunas palabras con el posadero.

—Dice mi padre que venga a ganarme unas monedas. ¡Conozco cada rincón de Charcas porque soy un mandadero! Me pagan para llevar cosas de un lao pa’l otro —acotó el changuito para justificar su presencia.

—Monta detrás de mí y llévanos a la Plaza Mayor.

—Como usté mande, señor —dijo mientras indicaba el camino más corto. Asencio los seguía a corta distancia. Los oídos ensordecían cada vez se acercaban a las campanadas que repicaban por doquier.42

El tucumano Bernardo de Monteagudo y otros idealistas republicanos ganaban las calles; sus intenciones iban más allá de Fernando VII y la defensa de las colonias de España. A ellos se sumaban los estudiantes de la Universidad San Francisco Xavier descontentos con el rector, el arzobispo. A esas alturas, la turba era imparable.

El arzobispo Moxó y Francolí intercedió ante Ramón García de León y Pizarro para que pusiera en libertad a De Zudáñez. Sin margen de negociación, el gobernador y presidente de la Audiencia aceptó recibir a una delegación que solicitaba el retiro de los cañones y la artillería que había hecho desplegar. Una vez que entraron los delegados populares al palacio, sus oficiales leales rechazaron las exigencias y abrieron fuego sobre la multitud.

Disparos. Balas. Confusión. Wenceslao y sus dos acompañantes entraron a la plaza y vieron la estampida de gente corriendo. Otros, enfervorizados, se apoderaron de la artillería y las municiones. Heridos. Caídos.

—¡¡¡¡Rafael!!!!

Seguían picando las campanas.

—¡¡¡¡Rafael!!!! —Su garganta exprimió las cuerdas vocales para imponerse en semejante caos.

Exodo Jujeño
El Exodo Jujeño fue una operación ideada y planeada por Belgrano, que posibilitó que su ejército triunfase en Salta y Tucumán.

Asencio vio a un grupo ensangrentado en dirección hacia donde fueron dirigidas las descargas. Wenceslao desmontó y dejó en manos del chico a Cacharpaya. Corrió. Alcanzó a distinguir la ropa que vestía Rafael la noche anterior. Sus pasos se detuvieron. Quería y no quería llegar. Temía porque no percibía movimientos. Desconcertado al ver la inacción del patrón, inusitada en él, Asencio lo tomó por el brazo y le infundió la fuerza suficiente para hacer los pasos restantes.

—¡¡¡¡Wencheee!!!! —logró escuchar, a pesar de la débil voz que lo llamaba. Para él fue como una escena que se ceñía a ellos dos, mientras a su alrededor continuaban los gritos, las campanas y gente que corría en todos los sentidos.

Vio sangre que le manaba del abdomen. Un compañero lo sostenía. Wenceslao tomó su lugar. Asencio salió a toda prisa para que el mandadero le consiguiera un doctor. Rafael abría y cerraba sus ojos con gesto de dolor.

—No te muevas. Asencio ya fue por ayuda. Respira profundo y ni se te ocurra dejarme —amenazó a su hermano—. ¿Quieres que te recueste más?

Sin poder, ante los cuerpos muertos y los heridos, el presidente de la Audiencia liberó al único preso. Jaime de Zudáñez salió y se dirigió a la multitud que lo aguardaba:

—Con un Pizarro empezó la Colonia y con otro termina la misma —enfervorizó a los jóvenes reunidos.

Para algunos reinaba la algarabía, la libertad del líder era un triunfo; para otros, los dramas caían implacables. El costo de las revoluciones.

Los Echazú lo escucharon tendidos en el suelo de la entrada del palacio. Rafael abrió otra vez los ojos y clavó su mirada en Wenceslao. Ambos presintieron la renuncia de García de León y Pizarro. No hablaron, se entendieron. La sedición había conseguido algo, pero la sangre de Rafael no paraba y los minutos corrían. Asencio no regresaba con el auxilio. Varias mujeres se acercaban y asistían a las víctimas de los disparos.

Improvisaron apósitos con telas blancas que cortaban en girones y taparon la herida mayor de Rafael. Una dama pidió a Wenceslao que sostuviera la cabeza y los brazos de su hermano mientras intentaba detener la hemorragia, pero fue en vano, Rafael había entrado en una inconsciencia que le evitaba dolores. Así los encontró un doctor que llegaba con Asencio y el changuito. Intuyeron que nada podía hacerse.

La mujer dejó el sitio al galeno y este revisó al paciente. El gesto del médico le confirmó a Wenceslao lo que sentía en sus manos. No había latidos. En silencio se retiraron para socorrer a otras víctimas. Asencio entregó unas monedas al chico y le encargó que cuidara a los caballos atados en un palenque cercano hasta que él pudiera retirarlos. Miró a su amo y retrocedió unos pasos. No correspondía compartir esa dolorosa intimidad.

El cuerpo de Rafael yacía tendido sobre los adoquines. Su sueño de libertad moría ahí. Wenceslao lloró desprovisto de vergüenza en plena calle. Sin noción del tiempo que transcurría, sintiéndose un niño desconsolado lo abrazó y con la sangre que manchaba la piel hizo el juramento que marcaría sus pasos en adelante: a partir de ese momento, el sueño que Rafael había abrazado sería propio.

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Fuente: Infobae

Categorías: Noticias

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